Para muchos adultos la adolescencia es sinónimo de problemas, descontrol, peleas sin sentido y dolores afectivos, entre otros, sin embargo se nos olvida también que esta es una etapa de descubrimiento personal, desarrollo de afectos, formación de amistades y cuestionamientos sobre el sentido de vida que nos recuerda la necesidad de estar reinventándonos para darle un rumbo a nuestras vidas.
Los padres de adolescentes y adultos jóvenes llegan a consulta psicológica en actitud defensiva, derrotados o cansados, queriendo que sus muchachos vuelvan a ser lo que ya no son:
¡Los niños o niñas de antes!…,
como si querer retenerlos en esa etapa fuera la solución; para los papás podría ser su descanso, sin embargo para los jóvenes sería la oportunidad segura de fracasar siendo niños o niñas eternamente, con las consecuencias relacionales, afectivas y sociales que de esto se derivaría.
El adolescente nos muestra un mundo interior que se está transformando y en el cual es necesario el acompañamiento de adultos maduros, afectuosos y exigentes, para que esa nueva identidad se construya acompañada de experiencias, recursos y guías ante las situaciones nuevas que van a comenzar a ocurrir. Ahora, en el papel y desde el discurso muchos padres saben esto, pero en su cotidianidad muchas veces gana la fatiga, el desazón o la confusión en el trato hacia un hijo o hija que antes se conocía y que ahora es casi un extraño por sus ideas, reacciones, gustos y ni que decir de su forma de vestir y actuar.
Ante esta situación, la postura de desorientación de los padres es inadecuada, ya que el adolescente a pesar de su ingente rebeldía, lo que nos muestra con su comportamiento es una necesidad de comprender todo lo que sucede consigo mismo y si ante ese estado encuentra críticas, temores en sus padres o en los adultos que lo orientan, no le queda más camino que actuar por su cuenta, con las consecuencias que de esto se derivaría: problemas afectivos, relacionales, crisis de identidad, desorientación sexual, entre otros.
Es acá en donde los adultos necesitamos volver a recordar lo que queríamos de jóvenes, los sueños e ideales que fabricábamos, las confusiones, pero también las alegrías que obteníamos cuando, a pesar de las dificultades, descubríamos que no estábamos solos, sumado a un deseo de vivir siendo auténticos, irradiando en cada centímetro del ser la energía de la vida.
Ante ese panorama, reconozcamos como adultos que muchas veces nuestras actitudes de rechazo o molestia ante los comportamientos juveniles lo que están reflejando es nuestro miedo por reencontrar ese ser que dejamos hace unos años y que también merece ser escuchado, orientado y no juzgado.
Démonos la oportunidad de ponernos en el lugar del adolescente, de darle oportunidades al tiempo que les mostramos límites, creemos experiencias con ellos y sobre todo, demos la oportunidad de escucharlos y hablar con ellos, no de ellos.
Tengamos presente que vinimos al mundo a aprender, por eso cada experiencia del joven, orientada por las personas en las que más confía, así haya sido dolorosa, molesta o incómoda, se vuelve en un nuevo aprendizaje que lo conducirá a la madurez, por tanto, nuestro papel como adultos no puede ser sermonear o criticar, sino guiar dentro del marco de los valores y la ética qué queremos enseñarles, para que sean ellos los que extraigan de la experiencia el aprendizaje y por ende, desarrollen criterios que guiarán su comportamiento en adelante.